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13 años - Día 12


Por Ana Rosa López Villegas

 

Con el último alarido de su madre nació la luz. El hombre tomó a la criatura en sus brazos con temor. Todavía se preguntaba si llegaría a ser un buen padre. Si sería capaz de conducir la vida de su hijo hasta que llegara la hora del final. Y ese fue el principio del tiempo. Las profecías se cumplían. La palabra se hacía carne.

Apenas la mujer pudo ponerse en pie, el esposo tomó su asno y en él montó al niño con su madre. Ambos pensaban todavía en los tres forasteros que les habían visitado la noche del alumbramiento. ¿Era verdad que habían recorrido kilómetros y kilómetros guiados por una estrella solo para ver a un niño humilde nacer? ¿Era cierta la persecución que habían mencionado y que la vida del pequeño corría peligro?

—No llores, mujer. Tienes que amantar a nuestro hijo —le consolaba él.

—¿Qué haremos si nos encuentran? —preguntaba ella, afligida.

—Te prometo que eso no ocurrirá —dijo él, fingiendo seguridad.

El animal avanzaba penosamente sobre el camino de piedras. Cuando se detuvieron a descansar, el padre dejó a su mujer y al niño y se acercó a un grupo de hombres que celebraban una asamblea bajo una carpa a un costado del camino. No habló. Solo escuchó. No quería llamar la atención.

Al atardecer volvió con su familia y le contó a su mujer todo lo que había oído. Le dijo que los hombres discutían sobre las noticias que llegaban desde el reino de Herodes el Grande. Que éste había hecho matar a sus propios hijos por temor a que le quitarán su trono.

—Llegaremos mañana a Nazaret y allí nos estableceremos —le anunció él. Ella asintió en silencio.

Nazaret se convirtió pronto en su hogar. El niño crecía fuerte y saludable. A los cinco años ya leía. Conocía el libro de Levítico, el tercero de la Escritura y aprendía de él la forma de ser del judío. Sus padres estaban impresionados por la forma en que aprendía. Verlo sonreír, correr y jugar con los otros muchachitos les daba paz.  

El padre trabajaba como carpintero y el pequeño seguía sus pasos con mucha habilidad. Aprendía con rapidez. Todas las noches, antes de irse a la cama, su madre le frotaba los callos de sus manos con aceite y le quitaba las astillas incrustadas. Estaba orgullosa de él.

Tras celebrar su doceavo cumpleaños, sus padres comenzaron los preparativos de viaje hacia Jerusalén. Se acercaba la Pascua y la celebrarían como cada año en el templo.

La muchedumbre avanzaba como un grupo de hormigas desordenadas. La ciudad estaba repleta de gente. Padre y madre intentaban en vano caminar sin separarse. El niño iba siempre delante de ellos. Al terminar la fiesta y emprender el retorno, la familia volvió a dispersarse en medio de la caravana. Tras un día de caminata, los padres se encontraron, pero ninguno tenía al niño. Desesperados regresaron a Jerusalén. Preguntaron en los negocios y a todas las personas que pasaban. Nadie lo había visto. Volvieron al templo y allí lo encontraron, en medio de los doctores de la ley, haciendo preguntas y discutiendo con sabiduría.

—¿Por qué nos has hecho esto, hijo? Hace tres días que te buscamos, estábamos angustiados —le reclamó su madre.

—¿Por qué? Estaba aquí, ocupándome de los asuntos de mi padre —respondió él.

Pero su padre no comprendió y su madre guardó aquel suceso en su corazón. 

Un año más tarde, cuando el niño había dejado de serlo, sus padres le celebraron su Bar Mitzvah. El chico ya podía considerarse responsable de sus actos. Era oficialmente un hijo de la ley. Sus ojos vivaces desbordaban la gracia que venía desde el cielo. Se sentía dichoso. Al finalizar la ceremonia, abrazó a sus padres y agradeció sus cuidados y su entrega. Su madre lo miraba conmovida. Trece años tenía su muchacho y hubiese deseado conservarlo así toda la vida. 



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Consigna: Para el ejercicio de hoy, el escritor español Gonzalo Torné propone escribir un relato breve que en sus párrafos abarque la mayor cantidad de tiempo posible. 

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