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La Concordia Festiva - Día 1




 Por Ana Rosa López Villegas

Me daba igual el vestido. Me importaba llevar los zapatos blancos, los de mi boda. Los encontré en el último rincón del armario. Seguían guardados en la bolsa de seda en la que los había comprado. Tenían el color de la luna en tardes despejadas. Me enamoré de ellos en cuanto los vi y los he conservado por más de cincuenta años. Me alegra no haber tenido hijas a quienes hubiese tenido que heredarlos. 

Con esos tacones comencé a caminar contigo, viejo querido.

Antes de salir me miré al espejo, una vez más. Me pinté los labios con ese labial color vino que tanto le gustaba a mi marido. Tomé la invitación y decidí ir caminando. Hacía tiempo que no iba al Salón de la Concordia Festiva. 

¿Te acuerdas, viejo? Allí festejamos nuestras bodas de oro, exactamente cinco meses antes de que te marcharas. Así que esta es la primera fiesta a la que iré sola, sin apoyarme en tu brazo, sin ir desgranando carcajadas por cada una de tus ocurrencias y tus ideas alocadas.

¡Qué maravillosas luces se escapan por los ventanales de la Concordia! Ya puedo escuchar la algarabía de los músicos y los ecos bullangueros de los invitados que allí gozan.

—¿Me permite su invitación, señora? —me pregunta un jovencito veinteañero en el portón de la entrada. 

Tendrías que verle la cara, viejo, parece un ángel bajado del cielo.

—Aquí la tengo, hijo —le respondo entregándole la esquela.

—Mesa 16. Una excelente ubicación para una dama tan elegante —me galantea el muchacho y me indica que siga hacia la derecha.

Mi mesa está justo delante del ventanal. El lugar perfecto entre la clara luz de las lámparas y el oscuro terciopelo del cielo tras el cristal. La mesa redonda e inabarcable está puesta como para la realeza, pero apenas hay dos sillas dispuestas. Tomo posesión de una, justo la que está más cerca de los espejos que recubren la pared. 

Desde allí puedo ver la noche y las estrellas y sentir que en el fondo no te has ido, viejo querido.

Comienzo bebiendo un poco de vino, uno de los más exquisitos que he probado.

Te hubieses desmayado del gusto, esposo mío. 

Y antes de beber el siguiente trago veo llegar sonriente al segundo comensal.

No creo haberme emborrachado tan deprisa. Es el mismísimo Samuel Coronado. De pronto he vuelto a tener 16 años y siento la humedad de mi primer beso supurando ilusiones por la comisura de mis labios.

—Esther, mi dama de las camelias.

—¡Samuel!

¡Cuánto tiempo ha pasado!, ¿cuántos años sin mirar el dulce color miel de sus ojos de encantador de mis sueños dorados?

—Pero… pero si tú…

—¿Estoy muerto? No, hermosa Esther, solo estoy en otro tiempo.

La piel de sus manos me recorre los brazos y con dificultad puedo retener el suspiro que se tropieza con mi arrebato. 

Apenas entiendo lo que pasa y entonces apareces tú, mi viejo del alma.

—¡Vieja! —me dices con ese timbre de voz que parece el canto risueño de un riachuelo al amanecer.

Te escucho. Te veo. ¡Viejo! 

Las lágrimas se llevan el suspiro de por medio. Me nublan las pupilas y me mojan el dolor que se había hecho de recuerdos. 

¡No sabes la falta que me has hecho! 

Y de pronto me callo. El silencio me parece lo más sensato.

Los miro a ambos. Y me siento tan absurda y echada al juicio del desamparo.

El jovenzuelo de la puerta se acerca diligente. 

—Es hora de la eternidad, Esther— me anuncia como si de un premio se tratara. Ignoro lo que me toca, mi lengua está impávida y escondida en lo más profundo de mi boca.

—Es el tiempo de la verdad y de una decisión a tomar —continúa. El amor de tu vida o el hombre que te amó sin importar la adversidad.


Ana Rosa López Villegas


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ConsignaEl primer ejercicio del tercer Mundial de Escritura lo propone el músico argentino Santiago Motorizado: Una persona llega a un cumpleaños o celebración importante en un lugar grande y con mesas numeradas. Cuando se sienta, descubre que hay algo muy particular que lo une a sus compañeros de mesa. 

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