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Isabel y Javier - Día 5


 Por Ana Rosa López Villegas

Él tenía 13. Casi 14. De esto me enteré después de que se me declaró. Fue un 29 de abril, miércoles a las 5:17 de la tarde. Tras el primer beso que me dio no me importaba si tenía 12, 11 o 10. Yo tenía 17. Era mucho más alto que yo. Su timbre de voz de hombre mayor me desarmaba.

La primera noche que salimos me tomó de la mano y caminamos sin rumbo. Por horas. Hablábamos y en cada esquina nos besábamos. Mi cara era pura sonrisa. Mi estómago, puro revoloteo de mariposa. Mis labios, un pozo infinito de humedad. Y mi lengua, una yegua briosa. Llegué a casa a la medianoche. Mi madre me esperaba despierta, dispuesta a escuchar hasta el último detalle.

—Me encanta, mamá, me encanta.

—Ya veo, niña, ya veo.

—Estoy e na mo ra da.

Mi madre se reía.

—Eso aún no lo sabes, Isabeliña. Deja pasar el tiempo, hasta que sepas que no es solo una ilusión del momento.

—No, no lo es mamá. Lo amo.

—A saber, Isabeliña, a saber —me decía mi madre y me golpeteaba la frente con sus dedos. Era su forma de hacerme entender que primero debía pensar con la cabeza para andar con los pies.

En los días siguientes mi única motivación para asistir a la escuela era la hora de la salida. Me iba de prisa, caminando por la calle que no me llevaba directo a mi casa. Solo pensaba en él. Repetía su nombre junto al mío: Isabel y Javier, Javier e Isabel. Sonaban perfectos, acoplados, absolutamente acompasados. Nos encontrábamos en el parque, a veces a solas, a veces con sus amigos. Siempre prefería que fuera a solas. Sus amigos no me disgustaban, pero cuando estaban juntos se ponían en extremo juguetones y era difícil conversar. Pero cuando llegaba la hora de ir a casa nos íbamos juntos, abrazados, caminando como tortugas con tal de alargar cada paso.

Me contaba de su escuela, de lo poco que le gustaban sus maestras. A mí me gustaba escucharle hablar mientras recorría con mis ojos el contorno de sus labios, sus cejas abundantes y sus pómulos sobresalientes.

El 29 de mayo se avecinaba y tenía ganas de regalarle algo especial. Era la primera vez que celebraba un mes junto a un novio. Le pedí a Alexandra que me acompañara al bazar.

—¿Para eso sí tienes tiempo de buscarme, Isa?

Las palabras de mi amiga me llegaron como dagas. Me quedé muda, solo atinaba a mirarla.

—Somos amigas desde la primaria. No creas que no me alegro por ti y por Javier, pero de pronto desapareciste de mi vida, Isabel.

En todo tenía razón y me daba rabia.

—Sabes que no fue con intención, Alex. Sabes que te quiero.

Aunque nos abrazamos, sentía en el fondo que se había roto nuestro lazo. Me sentí triste y lo peor, desamparada. Quería leerle la carta que iba a entregarle a Javier por nuestro primer mes de enamorados. Fue gracias a ella que logré que él supiera de mi existencia. De todo hicimos para llamar su atención y ahora me dejaba abandonada. Pensar en él me devolvió un poco el ánimo, pero al bazar tuve que ir sin Alexandra. Escogí una bonita tarjeta de color rosa que llevaba un corazón desplegable en la portada.

El 29 llegó pronto. Era viernes. Apenas sonó el timbre del colegio, salí a toda prisa. Llegué al parque primero y mientras imaginaba en mi cabeza la forma en que le entregaría a mi novio la tarjeta, lo vi llegar junto a Daniel. Me decepcioné un poco, esperaba verlo solo. Pero Daniel era su mejor amigo y acepté que anduviéramos en trío hasta que llegara la hora de la despedida. Yo tenía la tarjeta dispuesta en mi cartera. Pasadas las seis me pareció extraño que Javier no hubiese despedido a su amigo. Se me hacía tarde para volver a casa.

—Ya me tengo que ir —le dije, cuidando de no sonar antipática.

—Está bien, pero antes de que te vayas, quiero decirte algo, Isabel —sentí las mejillas enrojecidas y una sonrisa que apenas pude contener se extendió sobre mi cara. Me sujetó de los hombros y me apartó un poco hacia el costado.

—También tengo algo para ti —le dije y le entregué mi tarjeta y mi carta. Recibió mi sobre y por inercia lo metió en el bolsillo trasero de su pantalón.

—Mira, Isabel, creo que debemos terminar. Eras una chica muy linda, pero no me quiero enamorar.

La metamorfosis de mi sonrisa en mueca desencajada sucedió sin que nada pudiera hacer. De pronto me pareció que alguien me había quitado el aire para inhalar. Miré sus ojos, sus labios. No lo reconocía. Me sentí desnuda, extraña. Pensé en Alexandra y en los dedos de mi madre sobre mi frente.

—Ah, sí. Bueno. Me voy —le dije con la voz entrecortada.

Caminé rumbo a mi casa. Quise voltear y mirar que cara ponía, pero mi orgullo empapado de lágrimas me lo impedía.


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Consigna: Desde Montevideo, Uruguay, Inés Bortagaray, escritora y guionista, propone explorar el sentimiento del ridículo en el ejercicio de escritura de hoy. ¿En qué momentos nos sentimos profundamente inadecuados?

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