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El cuaderno de los rencores - Día 3




 Por Ana Rosa López Villegas


El reloj estaba a punto de marcar las tres. Fabricio tenía clavadas sus pupilas en la puerta del salón. Cada segundo le parecía eterno y cada palabra que pronunciaba el maestro le sabía a pachotada. Aprisionado bajo sus manos, su cuaderno de hojas cuadriculadas y forro azul le parecía un pedazo de metal hirviente que le calcinaba. Era el único que cargaba y que abría solamente cuando estaba a solas.

Ni bien terminó la clase, Fabricio salió disparado. Con su libreta bajo el brazo, no paró hasta llegar a la biblioteca universitaria. Allí, en el rincón de los clásicos de la literatura universal, se sentó a la mesa, tomó su cuaderno y sacó de sus entrañas un lapicero negro que estaba unido a la tapa con una cuerda que alguna vez fue blanca. En los bordes de las hojas estaban pegadas pestañas adhesivas de diferentes colores y con todas las letras del abecedario escritas. Revisó las primeras páginas leyendo a la rápida el registro de sus rencores.

 A

- Alicia, la secretaría del director de la facultad de filosofía. La perra me trata mal, merece que la escupa.

- Artemio, el repartidor de diarios de la cuadra. El imbécil me deja siempre el periódico arrugado, merece que lo patee.

C

- Carlos. Te odio.

- Cecilia. Algún día se te acabará la dicha. ¡Zorra! Ya necesitas un escarmiento.

D

- Dorotea, la protuberante peluquera del barrio me mira con asco, siempre está ocupada, nunca me corta el cabello como quiero. Merece un corte...

H

- Heriberto, el gordo asqueroso de la pensión. Da náuseas.

 Buscó la «L». La página estaba llena de tachones. Las líneas de la cuadrícula apenas se distinguían y como todas las demás, esa hoja también tenías las esquinas dobladas y arrugadas. Empuñó el lapicero, escribió y una vez más volvió a tachar. Quería escribir Laura y apuntar en su cuaderno todas las faltas que había cometido. Nunca sabía por dónde comenzar, su desprecio no fluía como con los otros prisioneros de su lista. Siempre le faltaba la palabra exacta, aunque sabía muy bien qué le molestaba. Ese mismo día, antes de la clase, cuando Fabricio entraba en el aula, la encontró coqueteando con Alberto. Escuchó su voz de agua clara y la contagiosa risa que salía de su boca. Movía su melena castaña como si de un pedazo de seda al viento se tratara. La blancura de sus dientes destellaba en el brillo rosa de sus labios y la delgadez de sus manos revoloteaba sobre su cuerpo como un par de mariposas sobre un prado de rosas.

—Oye, chico del cuaderno azulado.

Fabricio levantó la vista. Laura estaba frente a él. Cerró el cuaderno y lo estrujó contra su pecho.

—Mi nombre es Fabricio —le dijo pronunciando cada palabra como un golpe de martillo.

—Eso, Fabricio —Laura sonrió y continuó —Mira, olvidaste tu chamarra. Te la traje, porque me imaginé que estarías aquí.

Dejó la prenda sobre la mesa y se marchó dejando su brisa de madreselvas y la huella curvilínea del contoneo de sus caderas.

Fabricio dejó de apretar los dientes. Volvió a su cuaderno y buscó desesperado la letra «F».


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Consigna: Malen Denis, escritora argentina, nos invita a presentar un personaje desde los objetos que lleva consigo. ¿Qué dicen estos objetos sobre el personaje? ¿Qué decisiones tomamos cuando construimos un personaje en un momento específico? 

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