
Domingo, 14 de junio de 2020
Son las diez de la noche y no escucho el bullicio de mis
hijos. Después de tres largos meses es la primera vez que se acuestan temprano.
Mañana se reinician las clases presenciales en los colegios y tras haber
estudiado a fondo los nuevos horarios, sé cuál hijo va en qué horario y qué días
a pasar clases. No es como antes. Nada lo es. Caímos todos en el saco de lo
raro, de lo insospechado. Dejaron de asistir el 17 de marzo y desde entonces
han pasado exactamente 90 días. Fueron 9 semanas de homeschooling. Ni en
los seis años y pico que me tocó ser profesora en el colegio de mis hijos en
Bolivia habíamos pasado tanto “tiempo escolar” juntos. A veces nos veíamos en
los recreos o a la hora de la salida, pero durante estos 90 días no solo nos vimos, también nos hablamos, nos reímos, nos enojamos, nos estresamos. Unas veces nos sentimos invadidos, otras aliviados. Nos volvimos a inventar
como madre e hijos. Debería incluir a Zeus en este baile, porque él fue el
peludo testigo de nuestras reinvenciones diarias.
Cuando me vi obligada a entender que el virus había
llegado para quedarse, ya les habíamos acomodado una mesa grande que les
sirviera de escritorio. Después llegaron unos muebles individuales para que
guardaran sus libros y cuadernos. Les repartimos archivadores para que mantuvieran
en orden sus papeles y pusimos a prueba diferentes estrategias para organizar su
tiempo de trabajo. Nada de esto ocurrió de la noche a la mañana. Cada día fue
un aprendizaje. Un desafío. Y en el día a día, yo me la pasé imprimiendo hojas de
hojas; respondiendo las preguntas más inauditas. Desde historia hasta francés,
pasando por inglés y religión. A las matemáticas ni me asomé, es la repartición
de Papá Oso. Mi reputación como maestra de primaria está a buen recaudo. Las sumas,
las restas, las divisiones y multiplicaciones de primer y segundo grado son el
agua en el que me muevo como pez; al más allá de los números y sus recovecos de
secundaria no me acerco ni me acercaré.
Y así, después de dar muchas vueltas y dejar pasar muchas
horas. Esas que se parecían la una a la otra como dos gotas de agua, por fin soy
capaz de encontrarle un inicio a este diario. Relatos de la nueva normalidad
debería llamarle, pero me decido por la palabra diario, porque no es ficción,
es la pura realidad macondiana que vivimos. Es como el cuadro de Salvador Dalí,
La persistencia de la memoria, esa imagen surrealista en la que aparecen
los relojes derretidos y olvidados. Así estuvimos. De un momento a otros nos desnudamos
de lo cotidiano. La rutina nos abandonó a nuestra suerte. Lo habitual comenzó a
parecernos extraño y hoy que la normalidad se despereza de a poco, la desconozco,
la miro con recelo. Tengo sentimientos encontrados.
—¿Tienes todo listo para mañana?
—Sí, mamá.
—Cuidado te olvides el tapaboca.
Ahora me preocupa más el barbijo que la merienda, cuya preparación por cierto, también está adscrita a la división de Papá Oso. Me pregunto cómo será este nuevo comenzar para mis hijos. Para nosotros, sus padres. ¿Qué sentiré mañana cuando por primera vez en noventa días ya no estemos los tres juntos y metidos en la casa? Como no lo sé ahora, me quedo con la incógnita... hasta mañana.
Ana Rosa
Lindo como siempre
ResponderBorrarGracias, gracias, gracias :)
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