A principios de
año me compré una agenda. Una de color rojo como la sangre. A diferencia de
otras que he tenido, esta trae siete días apiñados en una página doble y no un
día por hoja con casi todas las horas de la jornada dispuestas a atiborrarse de
citas y cosas por hacer. Por ende, este calendario es delgado y está prácticamente
vacío. Cuando a veces recuerdo que existe, miro sus páginas con nostalgia de lo
que no es ni será. Lo poco que he anotado en él se reduce a tres básicas
informaciones: los días de mi periodo menstrual, los cumpleaños y las conferencias,
reuniones y seminarios virtuales vía Zoom, WebEx, BBB, Meet o GoToWebinar a los
que he asistido y asisto con desenfrenada frecuencia desde hace un par de meses.
Y para arrancar con esto de encajar nuestra imagen en las dimensiones cuadráticas
de la pantalla de la computadora, también ha sido preciso buscar los accesorios
necesarios como una webcam y auriculares con micrófono, en mi caso. Vivimos
el síndrome del genio, pero sin Aladino. Pasamos mucho tiempo dentro de
nuestras “lamparitas” y salimos a “socializar” apenas alguien nos envíe el
nombre de la plataforma virtual, el código del meeting y la clave
correspondiente. Frotar no nos está permitido en tiempos de pandemia.
¿En qué momento se
quebraron los días y sus horas? ¿Desde cuándo estar en casa se convirtió en una
medida sustitutiva de la vida? No quisiera que suene a queja, quizá sea un
lamento, especialmente cuando veo que por más que intento sacarle el jugo a
esto de estar en casa, hay días en los que las horas se me escapan como el agua
entre mis dedos. No logro domar al tiempo como quisiera y de tanto pensar en todo
lo que me gustaría hacer y en todo lo que debo hacer, el impulso hace que me
sienta como una gallina en medio del maizal, picoteando de todos los granos sin
conseguir sentirse satisfecha con lo que alcanza a comer. Y no es que no haga
nada. Hago, pero no con la estructura que tenía la vieja normalidad. Esa que disponía
de horarios y actividades en las que mi presencia física me obligaba a tener
una logística de vida. El tener que estar en algún sitio, tener que moverme
hasta allí, planificar los tiempos y los transportes, cambiar de aires, mirar
personas, hablar con ellas o simplemente callar en su presencia se han convertido
en pedacitos de cotidianidad que hoy se aprecian tanto como a los diamantes.
Hace varias
semanas que no me pongo mi reloj pulsera, su utilidad práctica ha quedado
obsoleta. Ahora se ha convertido en ritual el ir de compras los sábados y ponerse
el contador de horas en la muñeca para… ¿quién sabe?
Este miércoles, digno ejemplo de víscera semanal, solo he visto a una persona en la calle. Una mujer que pasaba por mi vereda mientras yo recogía la correspondencia del buzón. La saludé, por supuesto, no había que perder la oportunidad de escuchar la voz de otro ser humano en directo y no a través del audífono. Fueron los dos holas más significativos del día y muy probablemente de la semana. Y hasta nuevo aviso, aquí les dejo estas letras. Vuelvo a mi cautiverio virtual, el que comparto como Anita, la de los tres osos (y un perro sin igual).
Ana Rosa
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