Martes, 16 de junio de 2020
Toda fuerza es igual a una masa por aceleración. ¿O era
al revés? Mi cerebro les ordena de inmediato a mis oídos que dejen de escuchar semejantes
palabrotas. Es física y es parte de lo que Papá Oso le explica al 13añero. Hoy fue
su turno de ir al colegio. Apenas tuvo cuatro horas de clases y de paso una
libre porque no lleva latín. Volvió contento, muy consciente de que le hacía
falta tener contacto con sus compañeros. ¡Y cómo no! Esta nueva normalidad se
ha ensañado con los niños; quizá el virus no les provoque los síntomas que presentan
los adultos, pero les ha obligado a quedarse en casa, confinados y alejados de sus
amigos, de los parques, de las canchas y otros espacios públicos.
Así fue como hoy, antes del mediodía, estábamos otra vez
los cuatro, madre, hijos y perro, juntos en la casa y de acuerdo con el trato
de los chicos, era el turno del 11añero de sacar a Zeus a pasear. Cuando no
habían pasado ni cinco minutos, ambos estaban de regreso. Nada más escuchar la
voz de mi hijo me di cuenta de que algo había ocurrido. Zeus, que no entiende
de razones ni humanas ni perrunas cuando sale a jugar, despliega toda su emoción
canina (malentendida como torpeza) cada vez que lo hace y en uno de esos arrebatos le
había lastimado el dedo pulgar. Una vez sopesado el daño y lavado el raspón, el
11añero retomó la tarea de pasear al peludo. Quince minutos más tarde escuché de nuevo a mi hijo, esta vez agitado y gritando que había visto una serpiente.
¡Una serpiente! Dejó a Zeus en la casa y volvió a salir, sin explicarme más, sin esperarme ni nada. El 13añero se puso los zapatos a toda prisa y salió
tras de su hermano. Yo, que ni me había pasado el peine por el cabello después
de haber hecho yoga, salí detrás de ambos. Como personajes salidos de un cuento
infantil, íbamos corriendo los tres, colina arriba, en dirección al bosque. El
11añero por delante con la mitad de arriba del pijama, el 13añero por detrás,
con el pijama completo que se había puesto después de bañarse y la madre
despeinada que ni si quiera se había cambiado la ropa deportiva. ¡Qué
cuadro!
Buscamos al bicho rastrero que estaba muy bien enroscado a
un costado del camino. Era, en efecto, una culebra de monte de color gris y piel
escamosa, de unos 40 centímetros de largo. Ahora me alegro de que Zeus no la
haya detectado, no quiero ni imaginarme en qué habría terminado ese encuentro.
Me alegro también de no haberme topado con ningún vecino.
—Creo que está muerta— les dije al ver que el animalito no
reaccionaba ante nuestra presencia.
—¿Puedo tocarla? — preguntó el 13añero y cogió una ramita.
Al primer contacto con el tronquito, la señorita culebra levantó la cabeza, nos
miró con desprecio y se retiró presurosa, contorneándose hasta desaparecer
entre los matorrales.
Creo que vivir tan cerca del bosque me ha hecho un poco
más tolerante a los bichos y congéneres. Después de atisbar a la culebrilla
descubrimos una familia de caracoles tomando el sol al pie de un árbol. Me
parecía que eran enormes y de lo más simpáticos. También he aprendido a apreciar
a las arañas y abejas que en esta época andan como Pedro por su casa entre
nuestras cuatro paredes y el jardín. A todos los quiero, aunque de lejitos,
respetando el distanciamiento social que la circunstancia obliga.
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