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El desencuentro

Atardecer citadino. El bullicio del café se tornó en susurro en cuanto la vi aparecer. Atrapada en la torpe elegancia de un abrigo negro se apresuraba ligera por entre las mesas mientras repartía miradas en todas direcciones buscándome. Agazapado en mi silencio yo sólo la observaba casi deseando que no me encontrara, que su búsqueda se hiciera más larga para que me diera el tiempo suficiente de llenar mis pupilas con su escondida silueta. Necesitaba ordenar mis tristes y abandonadas ideas… no estaba listo para el reencuentro.
 
Muy pronto me descubrió al fondo del cafetín. Se detuvo al verme y una franca sonrisa se apoderó de sus labios. Sin dejar de mirarme se acercó decidida hasta mi mesa. La noté fresca y dulce y como nunca el aroma de su perfume me envolvió las sienes cuando me depositó un beso en la mejilla izquierda, porque ella sólo besaba la izquierda – el lado del corazón, explicaba ella –, desafiando la ley de los besos entre amigos que siempre se estrellan en la derecha. Cómo olvidarlo, si esa fue una de las “rarezas” con las que su sencillez me cautivó.

Sin quitarse el abrigo se sentó frente a mí, entonces supe que aquel encuentro sería fugaz y por lo mismo intenso. Apreté las piernas contra la silla y froté mis nerviosas manos en mi regazo. No tenía idea del motivo de aquella cita y por ello cada instante que pasaba se me hacía eterno. Traté de reconstruir cómo y cuándo fue la última vez que nos habíamos visto y recordé sus largos cabellos extendidos cual oscuro terciopelo sobre mi almohada. Ahora yacían tiesos y prisioneros en una cola de caballo que se perdía detrás de su esbelto cuello. Rememoré el día en el que había decidido que la soledad debía convertirse en mi compañera y le pedí que nos dejáramos en libertad. Ella se recogió de mi vida como un suspiro, con una lágrima que se convirtió en llanto y con un cariño que amenazaba convertirse en desdén.

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde entonces? ¿Por qué me inquietaba tanto este encuentro? Fue ella la que me pidió que nos reuniéramos y yo el que aceptó pensando en que ya era tiempo de reconstruir nuestra historia.
El penetrante olor de su recién servido café me devolvió al presente y me cobijó nuevamente en sus oscuros ojos. Impaciente y callado esperé que comenzara a hablarme. Tras el primer sorbo me dijo que se sentía bien, que me había extrañado mucho y que el tiempo que yo había compartido con mi soledad, le había servido a ella para encontrarse. “Te lo agradezco”, dijo resuelta y sin rastro alguno de ironía, yo sólo atiné a sonreír temiendo que detrás de aquel agradecimiento asomara alguna pregunta que no deseaba oír. “Has cambiado”, murmuré después y una caricia se escapó desde mi mano hasta uno de sus dedos, pero ella se quedó impasible. Con un miedo aún más creciente, mi mano huyó de su rechazo y se refugió debajo de la mesa. No me atrevía a preguntarle por qué me había buscado otra vez.

El último trago de café de su taza desapareció veloz en sus labios reviviendo en mi memoria el tímido beso que le di el día que nos separamos. Me miró con una ternura desconocida que más bien me hizo sentir desamparado. Casi podía percibir la tibieza de su aliento que sin embargo se cristalizaba cual transparente hielo en lo profundo de sus ojos. “Me marcho”, articuló y el absurdo pensamiento de que nuestra reunión estaba llegando a su fin sin haber siquiera comenzado me llenó la cabeza así como el cobarde alivio de no haber reabierto heridas del pasado. Iba a preguntarle que por qué se iba tan pronto, cuando terminó la frase haciéndome conocer que se iba del país, que tal como había anhelado alguna vez, se autoexiliaba de la cotidianidad nacional para conocer el mundo. “Ese fue siempre mi sueño” dijo suspirando y sonriendo como quien disfruta de la certeza de una decisión. Y con esas palabras terminó exiliándome también a mí, pero de su vida, de su pasado… de sus recuerdos y de un futuro que ahora yacía amputado y flotando entre mi taza de café y la suya. Me quedé mudo, petrificado en mi silla e incapaz de reconocer lo que bullía en mi corazón al oír tal sentencia.

Cuando al fin me percaté de que aquel encuentro era en realidad una despedida no anunciada… era ya muy tarde para reaccionar, sentí repentinamente el delicado peso de su cuerpo convertido en abrazo alrededor del mío y la brisa de su ausencia perdiéndose enredada en la negrura de su abrigo.

Publicado en la Revista Letralia, edición 241 (1o. de noviembre de 2010).

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