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DIARIO DE LA NUEVA NORMALIDA - La facha europea de mi billete de 10


 

Vivir en el pueblito (Söllingen) que está a 30 minutos en tranvía de Karlsruhe, que vendría siendo la gran capital, tiene más ventajas que desventajas, pienso yo. El bosque, la tranquilidad, el silencio y por ende el nítido canto de los pájaros y de los grillos conforman una sinfonía única por la que le agradezco cada día al Creador. Hasta la cuesta que nos cuesta, valga la redundancia, subir cada vez que tenemos que salir tiene su encanto. Es una subida al mejor estilo paceño; erguida y curvilínea, agotadora ya sea que uno la trepe a pie o en bicicleta. El asunto es que cuando necesito ir para lo que sea a la gran capital, tengo que planificar el tiempo. Bajar la cuesta en bicicleta, comprar el boleto del tranvía, acercarme a la parada, ponerme el barbijo y subir mi vehículo de dos ruedas al vagón no son cosas que demoren poco y hoy me tocó hacerlo.

Antes de salir revisé mi billetera y ante el vacío de sus entrañas me asomé hasta mi velador para tomar unos billetes arrugados y las monedas que en algún otro momento había guardado allí. Segura de que el monto sería suficiente para pagar el pasaje, salí de casa en medio de la llovizna y con las manos bien puestas sobre el manubrio de mi ciclo (así le llamaba mi tía abuela Julia a las bicicletas) y apretando los frenos que deben ir en estado de alerta para “bajar la subida”. Ya saben, esto de la metafísica popular es un patrimonio genético maravilloso de los bolivianos.

Llegué al centro en medio de divagaciones sobre mi itinerario de cosas por hacer y después de hacer el pendiente más importante, me decidí por ir a la oficina de correos antes de dejarle una tarjeta de cumpleaños a una buena amiga cuya casa me quedaba en el camino de vuelta. En el Post compré dos paquetes de sobres, metí en uno de ellos la tarjeta y en el otro el documento que debía mandar. Cuando me tocó acercarme a la caja, deposité sobre el mostrador la mercancía y esperé a que el cajero me indicara el monto a pagar. Eran algo menos de 4 Euros. En seguida saqué un billete de diez y se lo entregué. El buen hombre lo miró y luego clavó sus ojillos en mí. Acto seguido empujó el billete con su dedo y me dijo: “Preferiría que me pagara en Euros”. Me tomó un par de segundos procesar lo que me decía, no por el idioma, sino porque realmente no entendía a qué se refería. Cuando por fin caí en cuenta de mi lapsus, tomé el billete y lo abrí. Grande fue mi sorpresa y ruidosa mi carcajada nerviosa cuando vi la cara del “Tambor Vargas” en el que yo creía ciegamente, era un billete de 10 Euros. Me disculpé, por supuesto, pero no había vuelta atrás. La pata estaba metida hasta el fondo interminable de la vergüenza (ja ja ja). Vargas, Tüpa, Eustaquio Mendez y el picaflor gigante volvieron a arrugarse en mi bolsillo y seguramente echándome improperios por el “billetón” que acababa de hacerles pasar. Yo salí del correo, colorada y con muchas ganas de volver al pueblito y de disfrutar de su lejanía, de sus pocas tiendas y de sus árboles verdes que me cobijan y me refugian sin acongojar.  


Ana Rosa 


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