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Las polillas

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Una cicatriz es la huella de una herida. Y hay infinitas formas de herirse y de sangrar. Siendo niña, mi cuerpo fue prolífero campo de heridas de distintas formas y tamaños. Aterrizar de rodillas durante los juegos infantiles o cortarme los dedos haciendo travesuras con cristales quebrados son recuerdos que permanecen intactos en mi memoria. Las espinas del rosal o las puntas de cemento de la lavandería acechaban cada uno de mis pasos sin importar el rumbo al que estos me llevaran. Con la piel abierta llegaban las lágrimas, el dolor y el orgullo roto. Sin embargo el tiempo es el curandero más sabio, pero también el más cruel. Y una cicatriz puede llegar a convertirse en una diva arrogante que llega a formarse cuando le da la regalada gana.
Entre herida y cicatriz solo el tiempo es posible; el tiempo y la desdichada realidad de tener que observar día a día el crecimiento de una costra, ese monstruo horripilante y grotesco que se extiende cual alfombra inflexible y desnuda de estética en el mismo lugar en el que antes brilló con sangre propia, una límpida herida. Nunca he podido soportar las costras sobre mi piel. A todas y a cada una las he exiliado a punta de pellizcos y rasgaduras. He disfrutado con placer infinito el desprendimiento doloroso de cada pedazo y el inmediato brote de una nueva vertiente de sangre que no hacía más que espantar el sereno paso de la llegada de una cicatriz.
Apenas una herida cierra y una costra acaricia su decadencia, el advenimiento de la cicatriz es el resumen físico de una experiencia vivida y permanece en la piel sin importar cuanto tiempo haya transcurrido. Veo mis manos en este instante y allí las veo, cicatrices que han tomado otro color, que han formado pequeñas montañas o sombras y que guardan un silencio misterioso y tan audible como el canto de los pájaros al amanecer.
***
Siendo niña, mi cuerpo fue prolífero campo de heridas de distintas formas y tamaños. Y la guardiana de cada cicatriz fue mi abuela materna, Rosa Helena. Solo Dios sabe cómo hacía para cazar con sus huesudas y artríticas manos de maestra jubilada a las más robustas polillas que de cuando en cuando visitaban nuestra casa. Las tomaba con destreza y sin preguntarme nada, aplastaba sus cuerpos pequeños sobre cada una de las cicatrices que adornaban mi cuerpo. “Esto es para que no te quede cicatriz”, me decía, con toda la convicción del que es capaz el amor de una abuela y procedía a desmenuzar y untar el cuerpo de la infortunada sobre la cicatriz. A mí me fascinaba ver el polvillo dorado y brillante en el que se convertía aquel bicho alado sobre mi piel morena. Después de restregarla, mi abuela me prohibía limpiarme aquel antídoto libre de químicos y venenos industriales. ¿De qué mágicas propiedades gozan los delgados cuerpos de las polillas? Nunca lo sabré. Rosa Helena se llevó a la tumba el secreto y con él todas mis agallas de aplastar polillas en las cicatrices que mis dos herederos lucen en sus cuerpos aún ataviados de niñez. 

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