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Colección



1
Adela se graduó con honores de la escuela de enfermería. Había pasado los últimos cuatro años entre sus estudios y el trabajo de medio tiempo, sintiendo que su esfuerzo llenaba de orgullo a su madre. Sin embargo, el día de su graduación, su madre no pudo asistir y aunque Adela se puso triste, también se sintió satisfecha por haber conseguido lo que ninguna de sus seis hermanas mayores había logrado: acabar una profesión.
En lugar de su madre la acompañó la vieja Florencia, la dueña de la pensión que la había acogido desde su llegada y en la que Adela alquiló una habitación. Era un pequeño recinto ófrico, escasamente ocupado por una angosta cama, un velador que se caía de viejo y un ropero que estaba peor que los anteriores. Pero a Adela no le importó. Acostumbrada como estaba a la pobreza, aquel cuarto era un palacio que no tenía que compartir con media docena de hermanas y de vez en cuando con algún primo que llegaba de visita o a trabajar al campo.
Después de recordar aquellos tiempos y mientras se alisaba los cabellos frente a la ventana, trató de imaginar lo que vendría: regresaría al pueblo para abrazar a su madre, pero temía que aquel lugar ya no se considerara más parte de ella y mucho menos un lugar para desempeñarse como enfermera.
Le dijo a la vieja Florencia que iría a su pueblo por un par de días, pero que no quería dejar su cuarto, que regresaría pronto a buscar nuevas oportunidades. Florencia la miró con ternura y le dijo que no se preocupara.
Aquella tarde, Adela dejó la pensión para comprar su pasaje y cuando retornó, Florencia la recibió con una noticia:
—Hija, vino una mujer a buscarte. Me dijo que era importante y te dejó este papel.
Adela tomó el papel. Allí estaba escrito el nombre de la directora de la escuela de enfermería y una línea que decía: “Ven a verme, urgente, mañana a las 10”.
La directora de la escuela era una mujer bastante estricta en lo que hacía a la disciplina, pero bastante voluble en lo que hacía a la ética. Adela se preguntó qué urgencia habría obligado a la odiada Señora de las Tinieblas, como la llamaban las alumnas de la escuela, a visitarla.
Decidió aceptar aquella extraña invitación antes de partir hacia su pueblo.

2
Llegó puntual a la escuela de enfermería, el lugar estaba poblado de jovencitas acompañadas de sus madres, todas ocupadas con las inscripciones para la siguiente gestión.
Se compuso la camisa, se limpió la punta de los zapatos con las manos y golpeó la puerta.
—¡Adelante! —gritó la directora desde adentro.
Adela abrió la puerta con timidez y se internó en aquella oficina que era la única de todo el establecimiento que contaba con cortinas. La directora se puso de pie y la saludó con tal amabilidad que Adela creyó que la mujer había enloquecido.
—Pasa, Adela, por favor. Hay alguien que quiero presentarte.
Vio a otra mujer que estaba sentada en una de las sillas frente al escritorio de la directora y que ni siquiera volteó los ojos para verla.
—Adela, pasa —repitió la directora y se dirigió a la mujer que estaba sentada en la silla de visitas enfrente de su escritorio―: Señora Krzyzanowska, permítame presentarle a la mejor alumna que ha tenido la Escuela de Enfermería Irene Sendlar: la señorita Adela Arenas.
La señora  Krzyzanowska posó los ojos sobre Adela con tal frialdad que la joven no pudo evitar frotarse las manos con nerviosismo.
—Irena Sendler, el Ángel del Gueto de Varsovia se llamaba Irena Sendler, no Irene Sendlar —replicó aquella mujer, sin dejar de mirar a Adela y continuó—: Estoy buscando a una enfermera joven, capaz de hacerse cargo de mi madre, que está a punto de morir. ¿Estarías dispuesta?
—La señora Krzyzanowska es descendiente de alemanes —dijo la directora con voz melosa—, me ha informado que no sólo te pagará muy bien, sino que hará un donativo muy significativo a la escuela.
Adela balbuceó un poco antes de comenzar a hablar. El apellido Krzyzanowska le sonó familiar, era el nombre de soltera de Irena Sendler, la enfermera polaca que había salvado a miles de judíos del Holocausto durante la Segunda Guerra Mundial. Fue lo primero que aprendió cuando inició sus estudios en la escuela de enfermería.
—Yo lo haría, pero primero quisiera volver a mi pueblo a visitar a mi madre.
—Ah, pues muy bien —acotó la directora—, entonces en cuanto vuelvas...
Krzyzanowska se puso de pie y se acercó a Adela. La miró a los ojos y tomándola de los hombros con suavidad, le dijo:
—Mi madre está casi muerta, no hay tiempo que perder. Necesito una persona que la acompañe cuando yo no esté. No quiero que se muera sola.
Adela no supo qué decir en ese instante. El perfume de rosas de funeral que aquella mujer expelía, la mareó.

3
Florencia recibió la noticia de que Adela se iba de inmediato a trabajar a la casa de  Krzyzanowska con cierto temor.
—Pero, ¿y tu madre?
—En cuanto termine, iré a verla. Es una oferta que me cuesta rechazar, un monto de dinero que ninguna enfermera principiante se atrevería a despreciar.
—Pero, ¿ya sabes dónde es?
—No, vendrán por mí en un par de horas, la señora Krzyzanowska vive en las afueras de la ciudad. No te aflijas, Florencia, se trata de una anciana moribunda que requiere un poco de atención y de cariño antes de partir al otro mundo.
—Pero, ¿y cuándo volverás?
—No lo sé, en cuanto me sea posible vendré a visitarte, por lo pronto voy a dejarte la habitación.
Florencia no pudo evitar el llanto, Adela la abrazó.

4
Seis de la tarde. Adela estaba lista y esperando en la puerta de la pensión. Un viento helado comenzó a soplar en el laberinto de conventillos en el que se encontraba la pensión. Florencia quiso acercarse al zaguán para esperar con ella y despedirla, pero Adela le pidió que se quedara adentro si no quería pescar un resfriado. Ni bien hubo cerrado la puerta, la Señora Krzyzanowska se presentó, vestida de negro, en la esquina de la pensión. Hizo una seña con la mano y Adela tomó sus cosas y se subió al lujoso auto que se perdió entre las calles que se abrían paso hasta llegar al centro de la ciudad. El interior del coche estaba impregnado de aquel olor a rosas de funeral que a Adela le ponía la carne de gallina. Sentada al lado de la Señora Krzyzanowska, no se atrevía a decir nada, no sabía de qué hablar.  Krzyzanowska sin embargo, rompió el silencio:
—Adela, has de saber que mi madre es una anciana de casi 90 años, que está ya muy poco lúcida y que evita por todos los medios entablar contacto con las personas que la rodean. Atiéndela sólo en caso de que ella te lo pida, sino déjala tranquila, a ella no le gusta hablar.
El resto del viaje, casi una hora hasta llegar a la casona de los Krzyzanowska, lo hicieron en silencio.
Adela bajó del auto y recuperó un poco de circulación en las piernas zapateando suavemente sobre el césped. Frente a sus ojos, la mansión de color gris, rodeada de un inmenso jardín, se veía como una alucinación; la puerta principal tenía un letrero de cobre que decía: Casa Varsovia.
En cuanto Krzyzanowska descendió, el chófer al que Adela no le había visto la cara, partió y se perdió detrás de la casa.
—Sígueme —señaló la mujer y Adela tomó sus bolsos y la siguió.
En cuanto entraron, Adela se sintió una vez más invadida por ese olor a rosas de funeral que tanto la descomponía.
Krzyzanowska continuó caminando y subió la escalera de caracol, que se desprendía del suelo hacia la segunda planta como si se tratara de una inmensa serpiente. Adela le siguió, hasta que llegaron a una habitación que era mucho más grande que la que ocupaba en la pensión de Florencia.
—Ésta será tu habitación —indicó  Krzyzanowska; se acercó a la siguiente puerta, en el mismo pasillo—: Ésta es la habitación de mi madre —señaló, sin asomarse siquiera—. Como te dije, ella no habla y si se trata de alimentarla, ofrécele los jugos vitamínicos que se encuentran en la despensa de la cocina.
Dicho esto, la mujer desapareció entre los bucles de la escalera de caracol y el coche en el que habían llegado la sacó de los jardines alejándola del caserón. Adela los vio perderse en el horizonte a través de la ventana al final del corredor.
5
No sabía muy bien por dónde comenzar. Acomodó sus pocas ropas en el inmenso ropero de la habitación que Krzyzanowska le había asignado y se dedicó a observar lo que había en ella. Era un cuarto grande con ventanas que daban hacia el jardín trasero de la casa. Le llamó la atención no ver otras edificaciones en las cercanías y se preocupó porque no sabría cómo retornar a la ciudad.
Muy pronto, todas las sombras de la noche cercaron los muros del caserón. Adela se preguntaba cuál sería el mejor momento para presentarse ante la anciana a la que debía atender, pero el silencio era absoluto. La noche cerrada era lo único que podía verse a través de las ventanas. Cuando por fin escuchó unos pasos cansinos, como de anciana, recorriendo el pasillo, abrió la puerta con cierta prudencia, no quería asustar a la madre de Krzyzanowska, pues tampoco sabía si ella habría sido informada de su presencia; pero en el pasillo no había nadie. Un escalofrío ablandó su cuerpo y el olor a rosas de funeral le hizo sentir arcadas. Recorrió el pasillo hasta la escalera y de vuelta hasta la puerta de su habitación y antes de volver a escabullirse en ella, percibió sonidos en la habitación contigua. Se acercó sigilosa a la puerta y aunque hubiese querido tocar con mucho cuidado, los nudillos de sus dedos se precipitaron nerviosos sobre aquel pedazo de madera que la separaba del dormitorio. Sin recibir respuesta, se atrevió entonces a girar la manija. La habitación era una fiel réplica de la que ella ocupaba. La cama y todos los muebles estaban acomodados de la misma manera.
Adela sintió un nuevo escalofrío.
Encima de la mesa de noche, una vela, el único punto de luz que alumbraba la habitación, agonizaba. Sobre la cama y envuelto en cobijas, un cuerpo yacía sin dar señales de movimiento. O de vida. No se le veía el rostro, porque estaba recostado de lado.
Adela se acercó paso a paso hasta el lecho; la voz apenas le alcanzó para susurrar:
—¿Está bien, señora?
Adela apoyó la mano derecha sobre el hombro de la anciana.
Como respuesta, todo el cuerpo se levantó con violencia y giró sobre sí mismo, hasta mostrarse, sin las cobijas, frente a Adela: era la anciana, en efecto, con los ojos abiertos como platos y los brazos extendidos, pero sus labios estaban cosidos de una forma horrible: la cuerda que los surcaba estaba petrificada por una costra de sangre seca.
Adela salió de la habitación gritando y pidiendo auxilio y en cuanto logró alcanzar los peldaños de la escalera de caracol, la figura de Krzyzanowska le cerró el paso, obligándola a retroceder.
—¿Qué pasa? ¿Acaso quiere algo de mí? ¡Déjeme ir! —suplicaba Adela.
—Ocurre, Adela —le dijo entonces  Krzyzanowska—, que soy una de las niñas que el buen Ángel de Varsovia, Irena Sendler, arrebató a su madre para salvarme del Holocausto. ¿Acaso no sabes la historia, Adela? Sucedió durante la Segunda Guerra Mundial, el año, 1939: Irena formaba parte del Departamento de Bienestar Social de Varsovia que se encargaba de atender los comedores comunitarios de la ciudad. Allí comenzó a hacerse conocer como un alma noble que se preocupaba por todos. El Gueto de Varsovia, creado en Polonia por los Nazis en 1942, fue el peor infierno que un ser humano pueda imaginar. Irena fue una de las pocas polacas que ingresó al Gueto.
Adela estaba aterrorizada, confundida, no sabía qué tenía que ver ella con aquella historia.
—La buena de Irena me sacó del Gueto, escondida en un ataúd agujereado, para que pudiera respirar. Me inyectó un narcótico y me hizo pasar por muerta. Junto conmigo, huyeron doscientos niños más y como éramos tantos, Irena envió a la mayoría con otras familias, a diferentes partes del mundo, pero algo salió mal conmigo: las colaboradoras de Irena olvidaron abrir el ataúd para liberarme. Cuando desperté, no podía hablar; alguien me había cosido los labios, no sé por qué, quizá para que no gritara y arruinara todo el plan... y tuve que pasar tres noches de espanto, hasta que me rescataron, Adela; pero olvidemos eso, que ahora es tu turno para acompañarnos.
—¿Mi turno? —preguntó Adela, horrorizada, al momento que veía que Krzyzanowska sacaba del antebrazo derecho de su abrigo negro, un agujón del cual colgaba una cuerda como la que estaba entrelazada en los labios de la anciana.
—Para ser parte de mi colección —respondió Krzyzanowska.

6
Adela no volvió a la pensión ni a su pueblo ni a ningún lugar. Estaría, entre los cientos de cuartos de la Casa Varsovia, resignada a quedarse allí, sin poder escapar, sin intentarlo nunca. Sería parte integral de la Colección Krzyzanowska[1], como actualmente son parte de ella, cientos de enfermeras: mujeres jóvenes, maduras, ancianas, incluso estudiantes de enfermería. Todas, hoy en día, desaparecidas para el mundo exterior. Y todas sin poder hablar.


[1] Más información en www.Krzyzanowskacollection.org

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