Por Ana Rosa López Villegas
La
bala le cruzó el cráneo. Sus sesos salieron disparados como pedazos nata. Antes
de caer al suelo emitió una especie de alarido gutural. El sonido se me tatuó
en el alma. Recordé de inmediato el canto de los aborígenes de la Isla de Caño.
Cuando sacrificaban a uno de los suyo antes de cosechar, bailaban alrededor del
muerto hasta el amanecer. Me sujeté a mi asiento. Sentía que iba a botar el
estómago por la boca. Mi respiración fluía entrecortada.
Me
llevé las manos al cuello y lo masajeé de atrás hacia adelante. Estiré mi
espalda y me contorsioné como un poseído por los demonios. Hacía semanas que no
asistía a mis citas con el quiropráctico. Revisé la agenda y me dio vértigo.
Tenía pendientes hasta diciembre. Quedaban cinco semanas para terminar el año.
Me negué a repetir las frases trilladas que todo el mundo pronunciaba sobre el
tiempo. ¡Este año! ¡Qué año de mierda!
La
alarma del teléfono me sacudió el cansancio. Eran las doce. Viernes. Me tocaba
recoger a Elisa del colegio. Mi cita favorita de la semana. Fui al baño antes
de salir. Oriné. Me lavé las manos. En el espejo estaba otra vez ese tipo de
mirada cansada y cabellos olvidados. Las ojeras de viernes puestas en su lugar.
Me salpiqué la cara.
Una
vez más intenté salir de la oficina sin que nadie me viera. Pasé por el
cubículo de Héctor y luego por el de Mariela. Ningún pareció darse cuenta.
Quedaba la posta final. El escritorio de Alicia, la recepcionista. Era mi juego
de cada viernes. Intentar pasar como un alma. Como un fantasma omnipresente que
sabe todo, pero que nadie ve. Ese día estuve a punto de conseguirlo. Pero
¡estúpido de mí! Había olvidado el celular en mi gaveta. A trancos volví sobre
mis pasos. Mariela volteó a verme.
—¡Japi
fraidey, Gustav! —me dijo con su voz cantarina.
—Gustaveins,
¿nos vemos en la noche? —me preguntó Héctor.
—Sí,
viejo. Te llamo —le respondí. Busqué mi maldito celular y salí de nuevo.
—Gustavo,
Gustavito, ¿no me vas a dar mi besito de viernes? —me susurró Alicia al pasar.
—No,
Alicia de las maravillas, recuerda que es un viernes sí y uno no —respondí y
mientras abría la puerta solo escuché sus carcajadas de hiena en celo.
12:07
marcaba el reloj. Pensé en mis posibilidades. Ir a pie me tomaría 20 minutos.
Elisa salía a las 12:30. Si iba en el auto corría el riesgo de toparme con un
tráfico infernal. Apresuré mis pasos. Los viernes siempre eran diferentes al
resto de los ortos días. ¡Dislexia perra! ¡Hasta para pensar! … diferentes a
los otros días, otros, o t r o s.
El
sol brillaba. El cielo, azul como un océano de libertad. Los árboles en las
veredas parecían menos centinelas que de costumbre. Los leones del estrés y la
ansiedad metiendo el rabo entre las piernas y buscando escondite. Hasta la
gente parecía cambiada. Toda sonriente. Caminando apresurada, sí, pero con
lentes de sol y carteras relajadas.
Llegué
al colegio a las 12:31. El timbre de salida seguía sonando. Me apoye en la
baranda enfrente del portón principal. Me sumé a los padres que esperaban. Se
veían como un ejército de abejas sobre un panal.
Elisa
apareció primero.
—¡Papito!
—me gritó y se lanzó a mis brazos.
—¡Princesa!
—le dije yo, retribuyendo su abrazo.
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