Por Ana Rosa López Villegas
La fragancia aquella
vez era la misma que ahora, Paco Rabanne. Luigi la olió por primera vez en la
casa de la zona universitaria en la que su mamá lavaba ropa dos veces por
semana.
—¡Mamá!
—gritó Teresa.
Marta
dejó por segunda vez en el día, el cuento Los trajes 1975 de Rita Indiana que acababa de
comenzar y corrió hacia la habitación de su hija.
—¿Qué
pasa?
La
niña estaba hecha un mar de lágrimas. Miró a su madre y señaló a su hermano.
—Octavio,
¿qué ocurre? —preguntó de nuevo su madre.
Octavio
levantó su mano izquierda y le mostró su dedo medio. En él estaba metida una
gruesa tuerca de metal como si fuera un anillo.
—Es
el anillo de poder de Linterna Verde —explicó el pequeño y continuó —y no
quiere salir de mi dedo.
Un
espasmo de terror recorrió la espalda de Marta. Sentía que su corazón latía
acelerado dentro de su pecho. Se acercó a su hijo y le tomó la mano. La piel
que rodeaba el anillo estaba completamente enrojecida e irritada.
—Pero
¿qué estabas haciendo?
—Fui
yo mamá —intervino Teresa. —Estábamos jugando a los superhéroes. Yo era la
Mujer Invisible y Octa, Linterna Verde. Yo le dije que se pusiera el anillo.
—¿De
dónde lo sacaste? —quiso saber su madre.
—Estaba
en la caja de herramientas del sótano —dijo la niña y volvió a llorar
desconsolada.
Marta
llevó a su hijo al baño y le embadurnó el dedo de crema. Forcejeó con la
tuerca. Intentó girarla. La estiraba de una forma y otra, pero la pieza no se movía.
—¡No
puedo! —exclamó y se llevó las manos a la cabeza.
—¿Y
ahora, mamá? —preguntó el niño.
—¡No
sé, Octavio! ¡No lo sé! —gritó ella, desesperada. Se tapó la boca e intentó
pensar. Se acercó al lavabo y se mojó la cara. Un par de minutos después se subieron
los tres al auto y se dirigieron al hospital.
En
la puerta de emergencias Marta se detuvo, se puso de cuclillas frente a su
hijo, le tomó el mentón con ternura y le dijo que no se preocupara que todo
estaría bien. Octavio asintió con la cabeza.
El
médico que atendió el caso era un jovencito de piel rosada y sin atisbo de
barbas. Abrió sus ojos de almendra como platos cuando vio el dedo del muchachito.
Tomó su mano y observaba la tuerca incrustada de arriba, de abajo y del
costado. Marta le miraba con impaciencia.
—Señora,
no hay mucho que podamos hacer…
—¿Cómo?
—interrumpió ella con furia.
—Permítame
que le explique. Tenemos que cortar la pieza de metal, es la única manera, pero
no podemos hacerlo aquí.
Marta
sintió un mareo.
—Le
pido un poco de paciencia para consultar el procedimiento —le dijo y salió del
consultorio con pasitos apresurados.
—Mami,
¿le van a cortar el dedo a mi hermano? —consultó Teresa que hasta ese momento
no se había atrevido a hablar.
—Pero
¿qué cosas dices? ¡Por supuesto que no! —respondió su madre, abrumada. Otra vez
sintió la culebrilla del miedo acariciándole la espalda.
El
hospital llamó al cuerpo de bomberos para remitirles el caso. Tras dos horas de
espera, el médico de piel rosada y sin atisbo de barbas condujo a la familia
hasta la ambulancia que los llevaría a la estación más cercana.
—Mami,
no siento mi dedo —advirtió Octavio.
Marta
sentía que la respiración le fallaba y que tenía un agujero en el medio de su
abdomen.
En
la estación de bomberos los esperaba un paramédico.
—Hola,
mi nombre es Roberto —se presentó, con una sonrisa de dientes blancos. Marta
apenas podía hablar. Tomada de la mano de sus dos hijos, se sintió desamparada.
Roberto
se acercó a Octavio y le contó que era la primera vez que atendía a un
superhéroe. El chiquillo sonrió.
—Mira,
Linterna Verde, te voy a explicar lo que haremos. Ese señor que ves allí, se
llama Enrique y es un tornero. ¿Sabes lo que es eso?
—No.
—Bueno,
pues él trabaja con una herramienta que se llama amoladora. Con ella corta
metal y construye objetos. Ahora ven conmigo.
Detrás
de ellos, avanzaron Marta y Teresa, todavía apretándose las manos.
—Esta
es la amoladora —dijo Roberto mostrándole la herramienta al pequeño. —Esta
lámina circular que ves aquí da vueltas con rapidez y así corta el metal. ¿Comprendes?
—Sí.
—Ahora
viene la parte en la que tú eres el superhéroe. Cuando Enrique comience a
cortar tu anillo del poder no podrá escuchar nada, porque la amoladora suena
muy fuerte. Así que pondrás tu mano derecha sobre su hombro, ¿entiendes? Y cada
vez que sientas que está caliente tienes que apretar el hombro de Enrique.
Luego meterás tu mano en este recipiente de agua fría. ¿Está bien?
—Sí.
Marta
sentía que iba a desplomarse. Teresa había soltado su mano y de pie al lado de
su hermano escuchaba atenta cada palabra que decía Roberto.
Cuando
la amoladora comenzó a funcionar, Linterna Verde clavó sus ojos en la
herramienta y se puso pálido como un fantasma.
—¡Detente,
Enrique! —ordenó Roberto y se dirigió nuevamente al superhéroe.
—Está
bien si tienes miedo, Linterna, pero mira, aquí están tu mamá y tu hermana.
Nada malo va a pasarte.
Octavio
no respondió.
El
tornero volvió a comenzar. El chillido del esmeril entrando en contacto con el
metal hizo que Octavio gritara de pánico. Teresa comenzó a llorar. Marta
reaccionó. Le pidió a Enrique que se detuviera. Abrazo a su hijo tan fuerte
como pudo y besó sus mejillas.
—Hijito,
hijito lindo. No te asustes. Estoy aquí, contigo y no te dejaré, ¿escuchaste?
El
chico estaba mudo. Su madre tomó su mano y la puso sobre la mesa del tornero.
El
esmeril volvió a chillar. Al principio, Octavio apretaba el hombro de Enrique a
cada instante, obligado por los nervios y tras cada pausa, Roberto introducía su
mano en la vasija con agua.
Al
cabo de la tercera hora de procedimiento, Enrique tomó una tenaza e intentó abrir
el aro de metal. Su frente estaba empapada. Apenas palanqueó sobre el anillo,
la pieza de metal cayó al suelo con un tintineo nítido. A Marta se le escapó un
sonoro suspiro y Teresa pegó un brinco. Octavio levantó la mano y se miró el
dedo. Estaba todavía más hinchado y morado, pero libre del anillo del poder.
—¿Quieres
llevártelo, Linterna? —le preguntó Roberto.
—No
—respondió Octavio y dirigió sus ojitos hacia su madre. Ambos se abrazaron.
Llegaron
a casa al anochecer. Marta se dejó caer sobre el sillón. Estaba exhausta. Los hermanitos
volvieron a su habitación.
—¡No
más juegos de superhéroes por hoy! —les advirtió en voz alta. ¡Pónganse pijama
que pronto vamos a cenar! —les anunció. Miró el cuento que había comenzado y
por tercera vez intentó continuar su lectura.
La fragancia aquella
vez era la misma que ahora, Paco Rabanne. Luigi la olió por primera vez en la
casa de la zona universitaria en la que su mamá lavaba ropa dos veces por
semana.
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Consigna: En la última consigna de esta etapa, el escritor costarricense Luis Chaves, que fue jurado de la primera edición del Mundial, propone tomar la frase inicial de un cuento como base para escribir una historia nueva.
Para hacer el ejercicio, Luis nos trae el comienzo del cuento "Los trajes 1975", de la escritora dominicana Rita Indiana: “La fragancia aquella vez era la misma que ahora, Paco Rabanne. Luigi la olió por primera vez en la casa de la zona universitaria en la que su mamá lavaba ropa dos veces por semana”.
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