Por Ana Rosa López Villegas
Con
el último alarido de su madre nació la luz. El hombre tomó a la criatura en sus
brazos con temor. Todavía se preguntaba si llegaría a ser un buen padre. Si
sería capaz de conducir la vida de su hijo hasta que llegara la hora del final.
Y ese fue el principio del tiempo. Las profecías se cumplían. La palabra se
hacía carne.
Apenas
la mujer pudo ponerse en pie, el esposo tomó su asno y en él montó al niño con
su madre. Ambos pensaban todavía en los tres forasteros que les habían visitado
la noche del alumbramiento. ¿Era verdad que habían recorrido kilómetros y
kilómetros guiados por una estrella solo para ver a un niño humilde nacer? ¿Era
cierta la persecución que habían mencionado y que la vida del pequeño corría
peligro?
—No
llores, mujer. Tienes que amantar a nuestro hijo —le consolaba él.
—¿Qué
haremos si nos encuentran? —preguntaba ella, afligida.
—Te
prometo que eso no ocurrirá —dijo él, fingiendo seguridad.
El
animal avanzaba penosamente sobre el camino de piedras. Cuando se detuvieron a
descansar, el padre dejó a su mujer y al niño y se acercó a un grupo de hombres
que celebraban una asamblea bajo una carpa a un costado del camino. No habló.
Solo escuchó. No quería llamar la atención.
Al
atardecer volvió con su familia y le contó a su mujer todo lo que había oído.
Le dijo que los hombres discutían sobre las noticias que llegaban desde el
reino de Herodes el Grande. Que éste había hecho matar a sus propios hijos por
temor a que le quitarán su trono.
—Llegaremos
mañana a Nazaret y allí nos estableceremos —le anunció él. Ella asintió en
silencio.
Nazaret
se convirtió pronto en su hogar. El niño crecía fuerte y saludable. A los cinco
años ya leía. Conocía el libro de Levítico, el tercero de la Escritura y
aprendía de él la forma de ser del judío. Sus padres estaban impresionados por
la forma en que aprendía. Verlo sonreír, correr y jugar con los otros
muchachitos les daba paz.
El
padre trabajaba como carpintero y el pequeño seguía sus pasos con mucha
habilidad. Aprendía con rapidez. Todas las noches, antes de irse a la cama, su
madre le frotaba los callos de sus manos con aceite y le quitaba las astillas
incrustadas. Estaba orgullosa de él.
Tras
celebrar su doceavo cumpleaños, sus padres comenzaron los preparativos de viaje
hacia Jerusalén. Se acercaba la Pascua y la celebrarían como cada año en el
templo.
La
muchedumbre avanzaba como un grupo de hormigas desordenadas. La ciudad estaba
repleta de gente. Padre y madre intentaban en vano caminar sin separarse. El niño
iba siempre delante de ellos. Al terminar la fiesta y emprender el retorno, la
familia volvió a dispersarse en medio de la caravana. Tras un día de caminata,
los padres se encontraron, pero ninguno tenía al niño. Desesperados regresaron
a Jerusalén. Preguntaron en los negocios y a todas las personas que pasaban.
Nadie lo había visto. Volvieron al templo y allí lo encontraron, en medio de
los doctores de la ley, haciendo preguntas y discutiendo con sabiduría.
—¿Por
qué nos has hecho esto, hijo? Hace tres días que te buscamos, estábamos
angustiados —le reclamó su madre.
—¿Por
qué? Estaba aquí, ocupándome de los asuntos de mi padre —respondió él.
Pero
su padre no comprendió y su madre guardó aquel suceso en su corazón.
Un
año más tarde, cuando el niño había dejado de serlo, sus padres le celebraron
su Bar Mitzvah. El chico ya podía considerarse responsable de sus actos. Era
oficialmente un hijo de la ley. Sus ojos vivaces desbordaban la gracia que
venía desde el cielo. Se sentía dichoso. Al finalizar la ceremonia, abrazó a
sus padres y agradeció sus cuidados y su entrega. Su madre lo miraba conmovida.
Trece años tenía su muchacho y hubiese deseado conservarlo así toda la
vida.
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Consigna: Para el ejercicio de hoy, el escritor español Gonzalo Torné propone escribir un relato breve que en sus párrafos abarque la mayor cantidad de tiempo posible.
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