Por Ana Rosa López Villegas
Sus cuencas estaban vacías. Sus ojos arrancados de cuajo. El chico lloraba, sin lágrimas. Antes de comenzar a acercarme a él, le hablé fuerte. Le advertí de mi presencia. Le dije que no tuviese miedo. No sé si me escuchó. Cuando lo tomé del hombro, ni siquiera reaccionó. Su cuerpo se sacudía como si una descarga eléctrica le atravesara la columna, pero al instante siguiente se quedaba tieso y volvía a gemir. Apoyé su cabeza sobre el sillón que tenía al lado. El lugar era como una casa comprimida. Tenía una cama angosta y demasiado corta como para que cupiera una persona, un ropero desvencijado y una mesita llena de restos de comida. No tenía ni una sola ventana y al lado de la única puerta había un inodoro y un lavamanos diminuto.
La
luz amarilla que emanaba el foco del techo me hacía recordar mis días de
migraña. Sentía el estómago descompuesto. El olor me fatigaba. Olía a comida, a
sudor, a excrementos. Revisé la cama y debajo de ella; busqué en el ropero. No
había nadie más. Me acerqué de nuevo al jovenzuelo para preguntarle dónde
estaba la muchacha. Era Felipe, el chico que la frecuentaba en su encierro, que
la amaba y que buscaba también la manera de rescatarla.
—Escúchame.
Necesito que te calmes y que me digas si sabes dónde se llevaron a la chica.
—¡Úrsula!
¡Mi Úrsula!
—Sí,
ella. ¿Dónde está?
El
joven volvió a ahogarse en su llanto. Aullaba como un lobo malherido, no podía
hablar.
—Por
favor, tranquilízate. Ayúdame, te lo pido. ¿Dónde está Úrsula? —le dije y le
tomé del brazo.
—Fue
Gothel —dijo. —Ella se la llevó —continuó.
—¿Adónde?
—No
lo sé. Supongo que arriba, a la casa.
Me
pareció absurdo decirle que no se moviera. Salí del lugar y rodeé la
edificación. Encontré pronto la entrada principal a la casa. Desde allí nadie
podía sospechar siquiera de la existencia de ese cuartucho que durante doce
largos años fue el encierro de Úrsula. Tenía que actuar rápido antes de que
llegara la policía. No quería estropear en el último minuto tres años de larga
investigación. Los padres de Úrsula me habían contratado para encontrarla y se
había convertido en mi reto personal.
Revisé
la casa íntegra. Ni Úrsula ni Gothel estaban en ella. Respiré hondo. Me
ofuscaba la idea de haber llegado demasiado tarde. En ese momento escuché
gritos que provenían de afuera. Me asomé a la ventana y frente a mí vi la torre
de la iglesia. En el campanario estaba Úrsula sujetando su cabellera dorada
como si de una cuerda se tratara. Se tambaleaba. De sus larguísimos cabellos
colgaba Gothel, la mujer que la había secuestrado el mismo día de su
nacimiento. Disfrazada de enfermera se escabulló en la maternidad y se la
llevó. Esa fue su forma de cobrar venganza. Acusaba a los padres de Úrsula de
haberle robado un terreno que le había heredado su padre. Tras el juicio, la
familia de la niña se quedó con el lote, justo un par de años antes de que ella
naciera. Gothel, trastornada, urdió el plan. Espero con paciencia a que la
joven pareja recibiera a su primer hijo. Enferma de odio construyó en su casa
una celda en la que mantuvo a la niña prisionera.
Me
quedé petrificado ante el cuadro que observaba. No sabía si llamar a Úrsula por
su nombre. Temía que mi grito desencadenara el final. Gothel gritaba espantada,
su cuerpecillo se balanceaba como un péndulo, entonces me di cuenta de que los
cabellos de los que se sostenía se iban desprendiendo de la cabeza de la niña.
En solo cuestión de segundos, el peso de su cuerpo la venció y cayó al piso de
piedra de la entrada de la iglesia. El golpe seco retumbó en mis orejas. Al
segundo siguiente Úrsula ya no estaba en el campanario. Me apresuré en salir y
subí a zancos por la escalinata de caracol que conducía a lo alto de la torre.
Encontré a Úrsula tirada en el piso, inconsciente. La tomé en mis brazos y
cuando las sirenas de las primeras patrullas iluminaron la noche lejana, la
deposité en mi auto y la llevé a donde pertenecía.
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Consigna: Para la consigna de hoy, el escritor galés Cynan Jones propone escribir un relato policial basado en un cuento de hadas.
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