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La danza del batán


Por Ana Rosa López Villegas

 

Cierro los ojos y vuelvo a oler la quirquiña. Se me hace agua la boca pensando en ese espectáculo de sensualidad y aroma picarón que el verde de sus hojitas, ellas recatadas, guarda en secreto hasta que llega la hora de machacarlas sobre el batán. Solo basta pronunciar su nombre bullanguero para sentirse contento y con ganas de bailar. Prefiero quirquiña antes que porophyllum ruderale, o papaloquelite, denominaciones con las que también se conoce a esta hierbita del paraíso que otros bautizaron como cilantro boliviano.

 —¿Qué es eso, abuelita?

—Un batán.

Y yo me preguntaba para qué servía un bloque de piedra de tales dimensiones y el barco del mismo material que reposaba encima de él. Parecía una media luna gordinflona que tenía dos superficies circulares, separadas entre sí, en la parte superior de su panza. Unas pecas blanquecinas sobresalían divertidas sobre toda la planicie negruzca de su ser.

—¡No se toca! —me advirtió mi abuela. —Es pesado y peligroso para vos. Te puedes lastimar los dedos—continuó.

—¿Pero y para qué sirve?

Mi abuela ya no pudo contestarme, estaba ocupada con el traslado, como el resto de la familia. Con mis cinco años a cuestas, lo único que podía hacer era mirar cómo se apilaban las cajas de la mudanza y contemplar el batán que había sido puesto con esfuerzo en el pequeño patio detrás de la cocina. El bloque de piedra, frío e inmóvil, me miraba con indiferencia, dueño de sí y de los asombrosos poderes que poseía.

Tuvieron que pasar varios días hasta que por fin pude saciar mi curiosidad. Doña Paulina llegó a casa como lo hacía todos los días para ayudar a mi abuela en la cocina. Su cara redonda y sus dulces modos de hablar llenaban el pequeño espacio que teníamos para cocinar. Han pasado décadas desde entonces, pero hay recuerdos que se clavan a punta de sabores y olores en las papilas gustativas de nuestra memoria y aquel día no fue la excepción.

Doña Paulina tomó dos tomates, un locoto protuberante y un ramito de quirquiña y los depositó en su delantal recogido sobre sus brazos a manera de recipiente. Me llamaba muchísimo la atención el contraste de color que había entre las palmas y los dorsos de sus manos. Como si en las primeras despertara el sol luminoso y en las segundas acechara la noche sombría.

Los tomates se cortaron en cuatro partes y al locoto verde como la selva se le arrancó el tallito que sobresalía por la cabeza. Abiertas sus entrañas con un cuchillo de cocina de mucho trajinar, se derramaron de pronto las primeras semillitas blancas que no supieron de dónde agarrarse para no caer. Todas las demás corrieron igual suerte, sin contemplación alguna el filo del cuchillo las descuajó desde el centro. Ellas tan blancas y a la vez tan candentes. La reina quirquiña coronó el cuadro colorido que destacaba desafiante sobre el gris de la piedra del batán. Tras dejar caer un montoncito de sal, Doña Paulina se remangó la blusa y con decisión tomó la piedra en forma de media luna y con movimientos acompasados que iban de derecha a izquierda, hacia adelante y hacia atrás fue triturando los ingredientes hasta convertirlos en aquel elixir semilíquido que en Bolivia llamamos llajua y que es sin duda el patrimonio culinario más alucinante de nuestro acervo cultural. Yo miraba absorta aquella danza embriagadora de piedra, tomate, locoto, quirquiña y sal. Y desde entonces y para siempre, no habrá picante alguno que lo pueda superar.


***

Este texto quedó finalista en el concurso de Relatos desde mi cocina organizado por MIGA Bolivia.

 

 

 

 

 


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