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El velorio

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Comenzaron a llegar. La puerta entreabierta y el pasillo angosto se llenaron de murmullos, de suspiros y risitas apagadas.
Las viejas con tacones, negras de la cabeza a los pies rezaban avemarías y padrenuestros sin agotar la saliva. El silencio se incomodaba ante la letanía.
          Dios te salve María,
          llena eres de gracia…
Los cirios y las flores se disputaban el ya pesado aire que flotaba en aquella pieza. Los claveles en especial, yacían tibios entre la humareda de las velas que esparcía el olor de los inciensos.
Las moscas revoloteaban sobre el ataúd como buitres carniceros; posaban su estiércol sobre la oscura madera y emprendían vuelo hasta el cristal de la cabecera, debajo de aquél la cara del muerto parecía protegida.
Entraban y salían las primas y sobrinas, todas de luto como hormigas; entraban y salían las tazas del café y los caramelos de anís.
La viuda cogió un tabaco, acercó una de las velas a su rostro y lo encendió sin reparo. La dolorosa suegra la miraba vigilante y rompió en llanto cuando la vio fumar.
–¡Pobre! –dijo uno de los curiosos.
–¿Pobre quién? –respondió otro diligente– ¿La suegra o el muerto? –continuó con malicia
Las caderas de la viuda se erizaron sobre la silla que la sostenía. Su falda comenzó a bailar camino a la cocina. La huella de su perfume se tejió con la del cigarro y los ojos de muchos voltearon sin disimulo, las miradas que la deseaban.
–¡Por Dios que es bella! –soltó uno mientras le chorreaba la baba sobre la corbata.
–Y ahora viuda –señaló otro.
La suegra parecía escuchar todo el cuchicheo y a cada punto final le seguía un grito desgarrador.
–¿Y qué le pasó pues?
–Se murió…
–Dicen que estaba enfermo…
–¡Qué enfermo ni que nada!
–¿Entons?
–Mucha hembra para el condenado… ja ja ja ja
En la cocina las parientas vieron entrar a la viuda y giraron sus narices y caras por sobre el hombro. A ella parecía no importarle, se acercó hasta el fogón y se sirvió una taza de café. Su rostro revelaba serenidad y una hermosura que todas envidiaban.
Con el mismo aire de reina con el que había entrado dejó la cocina entre los comentarios de las dolientes. Volvió al lugar en el que estaba, casi al frente de la cabecera del ataúd, miraba en silencio a los presentes y parecía estudiar sus actitudes, adivinar sus pensamientos. De rato en rato vigilaba su reloj, apostada en la silla de madera, apoyó el mentón sobre la palma de su mano izquierda y al mismo tiempo cruzó la pierna. Su redonda rodilla despertó aún más las inquietudes ya alborotadas.
Así pasó algún tiempo, la sangre del muerto se coagulaba con cada segundo y su faz tomaba de a poco un color amarillento y desagradable; sonidos extraños provenían del interior de su cuerpo.
Como avisada por instinto, la viuda se sobresaltó de pronto y se puso de pie, sus ojos negros coquetearon con la puerta. Al poco tiempo entró un hombre bien parecido y moreno. De negro como la mayoría de los dolientes, se acercó hasta ella y la abrazó.
–María… –le susurró al oído con un jadeo mientras le frotaba la espalda sensualmente y continuó. –Hemos esperado tanto por este momento. Con cada palabra que pronunciaba sus manos se deslizaban desde los hombros hasta la cintura y así la presionaba contra su cuerpo, sintiendo sobre el suyo las formas carnosas de la reciente viuda. No pudiendo aguantar más el deseo la besó ardientemente y ella le correspondió acariciando su cuello, cerrando los ojos, humedeciendo sus labios, derramándole pasión.
Un nuevo alarido de la madre del difunto la despertó del sueño. María, la viuda abrió los ojos y se sonrió en silencio. Tomó asiento de nuevo y continuó la espera. Más tarde, cuando ya la noche comenzó a cansar a los acompañantes, apareció aquel hombre bien parecido y moreno que María había visto en su fugaz sueño. Se puso de pie y un suspiro profundo le llenó la boca. El hombre se acercó hasta ella y sus miradas se tejieron despidiendo chispas y corrientes eléctricas que iluminaban aquel rincón.

De nuevo sobresaltada se reclinó en la cama y se secó la frente, sus senos yacían húmedos bajo su tibio camisón. Volvió a reposar sobre la almohada y sintió un frío intenso que la penetraba desde el lado contrario del lecho. Volteó lentamente como presagiando el suceso. El hombre que la acompañaba permanecía inmóvil y helado entre las sábanas, muerto como lo había deseado hacía tanto tiempo. Enseguida tomó las ropas negras que tenía reservadas en el cajón del ropero. Saltaron de entre los pliegues las bolitas de naftalina blancas y se perdieron rodando, rodando debajo de aquel mueble.
Vistió las prendas como quien estrena algo nuevo y se miraba de un lado y del otro en el espejo. Soy viuda, pensó y sonreía sin parar.
          Bendita tú eres
          entre todas las mujeres…

Relato finalista del concurso "Un cuento en mi blog"  publicado en el libro del mismo nombre.

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