Tengo semanas –no exagero– de no poder sentir ningún olor, ningún sabor, nada. No puedo disfrutar ni lo que como, cocino por cocinar y sazono por intuición. Lo que hago es pasarme las horas limpiándome los mocos que han hecho de mi nariz una triste e inútil cueva embadurnada, pero tampoco salen, ¡no salen!, ¡no salen! Me la paso comprando pañuelitos desechables y para evitar el aburrimiento por repetición, los compro en cajitas de diversos colores, con diseños, con aromas, sin olores, infantiles, triple hoja, irrompibles. Por las noches me echo gotas y me destapo las fosas y entonces respiro, es un alivio por algunas horas. Despierto otra vez con el estreñimiento nasal y como no quiero hacerme adicta al gotero, me paso el día soportando valientemente el bloqueo nasal. La voz me sale gangosa o ronca, de fondo. La siento atrapada entre oreja y oreja, gutural. Los ataques de tos me dan –por su puesto– sólo en lugares públicos y bien concurridos. Ya ni vergüenza me dan.
Me paso el día hirviendo agua, ya sea para la bolsa o para la taza. La de la bolsa me calienta los pies, las rodillas y las manos, la de la taza se convierte en té, litros de té y así llevo días bebiendo sin pausa.
Tengo semanas de vestirme por capas, con calzones cortos y largos, medias de lana; con botas forradas de felpa, pantalones de pana, camisetas térmicas y chompas de cuello alto, bufandas, guantes. He decidido no peinarme más, porque el grueso gorro que me cubre las orejas me ha opacado los cabellos, los desordena como se le pega la gana y al final da lo mismo, dejarlos como se levantan por la mañana.
En fin… antes de someterme a la terapia antidepresiva de invierno, he aquí expuestos mis lamentos de invierno.
P.D. Cualquier parecido con la realidad es la pura y santa verdad.
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