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El centenario de Rosa Helena



Rosa Helena, mi abuela, era una paz, pero también una angustia; una sonrisa que iluminaba y una entereza que se heredó en la media docena de hijos que nacieron de su vientre y a quienes educó en un hogar ausente de lujos y comodidades; en un hogar. Rosa Helena, mi abuela, era maestra de escuela, de vida y de tristezas que sólo las abuelas saben cobijar.

Hoy, 4 de septiembre, te recuerdo abuela Helena y miro el pasado con los ojos que me heredaste, me regocijo en tu centenario, en el siglo mezclado de vida y de ausencia que te hace tan presente. No olvido que siempre estás, que sigues siendo una mañana clara y una dulce hada. Te fuiste antes de que cumpliera 15, pero hasta mis 14 te  vi sonreír y sufrir de una vejez que no te daba tregua.

Nunca sabré cómo es que hacías los sabrosos queques en olla sobre la hornilla del anafe –no tenías horno–, ni cómo te las ingeniabas para hacer sopa y segundo en esa misma y única hornilla; mamá me lo cuenta una y otra vez y yo escucho sin cansarme. Sí recuerdo la belleza de tu letra escrita, la propiedad con la que te expresabas y la generosidad con la que repartiste amor entre todos tus nietos.

Aquí seguimos, Rosa Helena, admirándote y añorándote como madre, mujer y abuela, como un fueguito perenne que nos arde en el origen y es la luz que no deja de guiar.

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