Era 1993 cuando utilicé una agenda por primera vez. Es un recuerdo nítido porque fue el año que comencé a estudiar en la universidad. Todavía puedo ver en mi memoria cómo era esa agenda, la textura de su tapa y los colores de los bolígrafos que utilizaba para anotar los exámenes y el esfuerzo que hacía en escribir una letra clara y redonda. Ese fue el inicio y no hubo vuelta atrás. Desde entonces, siempre en diciembre, me ocupo de buscar una agenda que me guste y esto, créanme, puede ser una tarea titánica. Al final de cuentas se trata de una compañera dispuesta para 365 días y si no reúne todo lo que me agrada, la búsqueda puede extenderse más de lo deseado. Eso o que me encuentre frente a la difícil tarea de tener que escoger solo una. Alguna vez me animé a tener dos, pero no, qué va, me fue imposible escindir mi cotidianidad en dos registros paralelos, no tenía sentido.
Después de
haber escrito por años un diario personal, la agenda se convirtió en un
excelente soporte para mi memoria y mis vivencias. En ellas guardaba todo: entradas
del cine, del teatro, invitaciones, hojitas, flores, recortes de periódico, servilletas,
secretos. Las decoraba con autoadhesivos dependiendo de la ocasión y con pequeños
dibujitos que representaban sentimientos o sensaciones.
El 2011,
tras casi una década de radicar en Europa, por supuesto que empaqué mis agendas
y al llegar a Bolivia pasaron a engrosar la colección de las que ya tenía archivadas
en la casa de mi mamá. Así junté 27 cuadernos de fechas que cada cierto tiempo
revisaba por casualidad mientras buscaba papeles o documentos archivados para
otros menesteres. Esos fueron momentos únicos, podía pasarme horas viendo y repasando
las agendas. Tuve una de Mafalda, otra de Barbie, de mujeres prominentes, de material
reciclado, en fin, muchas. La única que se ha mantenido intacta es la que compré
para el 2005, era de Frida Kahlo. No me atreví a escribir en ella y así ha
pasado a ser pieza de museo sin rastro alguno de nada.
En 2019,
cuando nos tocó mudarnos otra vez, tomé una determinación que jamás había
pasado por mi cabeza. Las boté. Metí todas las agendas en una bolsa y en
persona las metí en el contenedor de la esquina de casa, en Achumani. Así me
despedí de todas, incluida la del 2019 y pese a que su año aún no había llegado
a su final. ¿Por qué lo hice? La razón práctica era que no podía llevarme 27 agendas
de vuelta a Alemania, apenas tenía seis maletas y peso restringido para cada
una. Dejarlas otra vez en la casa de mi mamá no me parecía la mejor manera de
(no) deshacerme de ellas. Para cerrar ciclos hay que tomar decisiones feroces,
digo yo. No sé dónde estarán, pero los recuerdos que valen la pena para
continuar se quedan tatuados en el alma y para revivirlos solo necesito un poco
de tiempo y silencio para pensar.
Mi agenda
roja del 2020 fue sobre todo el registro de una vida digital y llena de videoconferencias,
clases virtuales, charlas y otras tantas maneras en las que hemos superado el
distanciamiento físico impuesto por el que ya sabemos. Pero no perdió la esencia
de ser una guardiana del día a día. Todo lo que allí fue apuntado, allí se
queda y se sacude cada vez que es revisado. No la he botado, no sé si lo haré
(todavía).
Para el 2021 no
busqué agenda, no caminé tienda por tienda persiguiendo a la elegida. Hice mi propia
agenda. La llené de colores, de fotos, de adhesivos, de citas bíblicas. Tiene números arábigos,
griegos, romanos; está escrita en español y alemán y creo que es la mejor agenda
que he tenido hasta ahora. El 2021 apenas tiene tres días, pero ella está lista
para comenzar a guardar citas, momentos, acontecimientos, cumpleaños, aniversarios
y ojalá que viajes y reencuentros para los abrazos.
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