Cuando era niña (no hace mucho, por cierto) compartía el dormitorio con mi hermana menor, nada fue más grato y hermoso que eso durante aquellos años. Al primer ruido extraño que escuchábamos saltaba la una a la cama de la otra y acurrucadas bajo las cobijas nos abrazábamos para no sentir miedo. Si el susto era mayor requería un viaje un tanto más largo hasta la habitación contigua, que era siempre la de mamá. Eso implicaba abrir la puerta y tropezar de inmediato con la oscuridad y el silencio de la noche, advertir que el pasillo que separaba un cuarto del otro, se hacía mucho más largo de lo que parecía durante el día, cruzarlo intentando mantener la mirada atenta y con ese vacío sugestivo detrás de la espalda, invadir el cuarto de la progenitora evitando al máximo que se despertara nerviosamente y brincar al lecho buscando el vientre cálido, los brazos y las piernas maternas.
Luego de explicaciones metódicas y teatrales, las tres volvíamos a conciliar el sueño. Siempre me había preguntado cómo era que mi madre no sentía miedo ante los ruidos extraños. “Las mamás no tienen que tener miedo” decía la mía y no cabía mayor indagación.
Algunas décadas más tarde, estoy aquí, viviendo en Mannheim, al sudoeste de Alemania, compartiendo un departamento con dos chicas hindú y una sudcoreana.
Martes 20 de agosto de 2002, 12:30 am. Luego de aplicar la nada apreciada y poco practicada costumbre de cerrar mi puerta con llave, me acurruco sola en la cama.
12:35, quizás 33: alguien que no es ni Shubha ni Kusumita ni So-Yoan ni Helga, la casera, enciende la luz del pasillo que esta vez no me lleva al dormitorio de mamá, abre la puerta del baño y al salir pronuncia en voz muy alta dos palabrotas en alemán que hasta el más novato aprendiz del idioma hubiera sido capaz de entender. El sobresalto mayúsculo me ha inmovilizado entre las sábanas y el tiempo parece haber ralentizado su marcha. La paranoia momentánea me hace pensar que lo siguiente será percibir que ese misterioso alguien masculino intentará girar la perilla de mi puerta... pero afortunadamente nada de eso pasó.
Miércoles 21 de agosto. El despertador intenta levantarme a las 7 a.m., pero es siempre imposible. Con la premura de los múltiples quehaceres matinales, no he podido comentar con las chicas lo sucedido la noche anterior; ninguna de ellas ha dicho al respecto, lo cual me hizo pensar que pudo haber sido sólo un sueño.
20:00 pm. Retorno a casa y mis compañeras de piso están cenando y conversando amenamente. Me detengo un par de minutos antes de decidirme a preguntarles si ellas también escucharon algo... primero lo hago con So-Yoan, en voz baja le consulto sobre el suceso, pero claro, el hecho la alarma sobremanera demostrando que mi tino y diplomacia dejan todavía mucho que desear. Pronto el temor se apodera de Kusumita y también de Shubha que me dijo que ella escuchó lo mismo, pero que creyó que aquella voz provenía de la calle y así, ya casi sin darme cuenta estamos en plena asamblea desiderativa. Pensamos que si se repite el hecho nuevamente, hablaremos con Helga y cuando ya está casi decidido, So-Yoan, la inquilina más antigua de la casa y a la que ya comienzo a conocer por ciertas actitudes, empieza a hablarnos en voz baja y entonces en una fracción de segundo, me temo que ella sabe algo más. Comienza por decirnos que tiempo atrás otra de las inquilinas se había quedado tocando el piano en el salón de la casa, previa autorización de la casera y en cierto inesperado momento se apareció ante ella un hombre viejo que le acarició la cabeza y que luego desapareció. La cara de Shubha no podía ser más expresiva y los ojos de Kusumita se expandieron en su redonda cara como un par de lunas... yo sentía que tenía los pelos de punta.
Terminamos la conversación apoyándonos unas a otras y determinando como obligación para cada una cerrar siempre con llave nuestras habitaciones y despertar a las otras ante la mínima percepción de algo raro. Con ese compromiso dejé a mis compañeras de vivienda terminando de cenar en la cocina.
Algún tiempo más tarde las ganas de satisfacer ciertas necesidades biológicas me obligaron a ir al baño. Agazapé a duras penas a la niña que llevó dentro y ante la fáctica ausencia de mi hermana y mi madre, crucé el pasillo y me dirigí al sanitario. Los minutos transcurrieron con cierta lentitud y mi corazón latía sin llegar a la agitación. Salir del baño significaba un nuevo esfuerzo de valentía. Abrí la puerta del baño y mis ojos recorrieron rápidamente el perímetro espacial que me rodeaba. De película: al terminar de cruzar la puerta del baño una sombra se balanceó justo a mi izquierda y cuando pegué el gritito controlado me di cuenta que se trataba del maldito gato de la casera que se había encaramado en el estante del pasillo. Lo que pudo haber terminado con grandes carcajadas, me palideció el rostro y me llevó a grandes y apresurados pasos hasta mi habitación.
Una hora y media más tarde, mis necesidades alimenticias me juegan esta vez la mala pasada. Me muero de hambre y la cocina se ha convertido en un lugar enigmático y casi imposible de alcanzar. Mientras me decido a salir, escucho el cuchicheo de las chicas en el pasillo, salgo a verlas... son Shubha y Kusumita que no han podido dormir y que tienen miedo. Entonces entro con ellas a la cocina y me percato de que Shubha ha cerrado todas las ventanas y ha bajado las persianas.
Nuevamente en soledad me quedo en la mitad de la cocina y decido de una vez prepararme la cena: dos “hot dogs” archirápidos y jugo de pera. Mientras caliento las salchichas, no puedo evitar mirar de cuando en cuando detrás de mi espalda y se hace recurrente mi experiencia infantil. Ahora nuevamente aquí, en mi pequeña habitación he casi terminado de escribir esto y me doy cuenta de que aún no me he cepillado los dientes para dormir... volteó a mirar la puerta y la llave incrustada en la cerradura, y detrás de ella la oscuridad del pasillo y la amenaza del maldito gato; tengo que hacerlo para darme cuenta una vez más, de que nunca voy a dejar de ser una niña aunque me disfrace de valentía para enfrentarme al miedo.
Luego de explicaciones metódicas y teatrales, las tres volvíamos a conciliar el sueño. Siempre me había preguntado cómo era que mi madre no sentía miedo ante los ruidos extraños. “Las mamás no tienen que tener miedo” decía la mía y no cabía mayor indagación.
Algunas décadas más tarde, estoy aquí, viviendo en Mannheim, al sudoeste de Alemania, compartiendo un departamento con dos chicas hindú y una sudcoreana.
Martes 20 de agosto de 2002, 12:30 am. Luego de aplicar la nada apreciada y poco practicada costumbre de cerrar mi puerta con llave, me acurruco sola en la cama.
12:35, quizás 33: alguien que no es ni Shubha ni Kusumita ni So-Yoan ni Helga, la casera, enciende la luz del pasillo que esta vez no me lleva al dormitorio de mamá, abre la puerta del baño y al salir pronuncia en voz muy alta dos palabrotas en alemán que hasta el más novato aprendiz del idioma hubiera sido capaz de entender. El sobresalto mayúsculo me ha inmovilizado entre las sábanas y el tiempo parece haber ralentizado su marcha. La paranoia momentánea me hace pensar que lo siguiente será percibir que ese misterioso alguien masculino intentará girar la perilla de mi puerta... pero afortunadamente nada de eso pasó.
Miércoles 21 de agosto. El despertador intenta levantarme a las 7 a.m., pero es siempre imposible. Con la premura de los múltiples quehaceres matinales, no he podido comentar con las chicas lo sucedido la noche anterior; ninguna de ellas ha dicho al respecto, lo cual me hizo pensar que pudo haber sido sólo un sueño.
20:00 pm. Retorno a casa y mis compañeras de piso están cenando y conversando amenamente. Me detengo un par de minutos antes de decidirme a preguntarles si ellas también escucharon algo... primero lo hago con So-Yoan, en voz baja le consulto sobre el suceso, pero claro, el hecho la alarma sobremanera demostrando que mi tino y diplomacia dejan todavía mucho que desear. Pronto el temor se apodera de Kusumita y también de Shubha que me dijo que ella escuchó lo mismo, pero que creyó que aquella voz provenía de la calle y así, ya casi sin darme cuenta estamos en plena asamblea desiderativa. Pensamos que si se repite el hecho nuevamente, hablaremos con Helga y cuando ya está casi decidido, So-Yoan, la inquilina más antigua de la casa y a la que ya comienzo a conocer por ciertas actitudes, empieza a hablarnos en voz baja y entonces en una fracción de segundo, me temo que ella sabe algo más. Comienza por decirnos que tiempo atrás otra de las inquilinas se había quedado tocando el piano en el salón de la casa, previa autorización de la casera y en cierto inesperado momento se apareció ante ella un hombre viejo que le acarició la cabeza y que luego desapareció. La cara de Shubha no podía ser más expresiva y los ojos de Kusumita se expandieron en su redonda cara como un par de lunas... yo sentía que tenía los pelos de punta.
Terminamos la conversación apoyándonos unas a otras y determinando como obligación para cada una cerrar siempre con llave nuestras habitaciones y despertar a las otras ante la mínima percepción de algo raro. Con ese compromiso dejé a mis compañeras de vivienda terminando de cenar en la cocina.
Algún tiempo más tarde las ganas de satisfacer ciertas necesidades biológicas me obligaron a ir al baño. Agazapé a duras penas a la niña que llevó dentro y ante la fáctica ausencia de mi hermana y mi madre, crucé el pasillo y me dirigí al sanitario. Los minutos transcurrieron con cierta lentitud y mi corazón latía sin llegar a la agitación. Salir del baño significaba un nuevo esfuerzo de valentía. Abrí la puerta del baño y mis ojos recorrieron rápidamente el perímetro espacial que me rodeaba. De película: al terminar de cruzar la puerta del baño una sombra se balanceó justo a mi izquierda y cuando pegué el gritito controlado me di cuenta que se trataba del maldito gato de la casera que se había encaramado en el estante del pasillo. Lo que pudo haber terminado con grandes carcajadas, me palideció el rostro y me llevó a grandes y apresurados pasos hasta mi habitación.
Una hora y media más tarde, mis necesidades alimenticias me juegan esta vez la mala pasada. Me muero de hambre y la cocina se ha convertido en un lugar enigmático y casi imposible de alcanzar. Mientras me decido a salir, escucho el cuchicheo de las chicas en el pasillo, salgo a verlas... son Shubha y Kusumita que no han podido dormir y que tienen miedo. Entonces entro con ellas a la cocina y me percato de que Shubha ha cerrado todas las ventanas y ha bajado las persianas.
Nuevamente en soledad me quedo en la mitad de la cocina y decido de una vez prepararme la cena: dos “hot dogs” archirápidos y jugo de pera. Mientras caliento las salchichas, no puedo evitar mirar de cuando en cuando detrás de mi espalda y se hace recurrente mi experiencia infantil. Ahora nuevamente aquí, en mi pequeña habitación he casi terminado de escribir esto y me doy cuenta de que aún no me he cepillado los dientes para dormir... volteó a mirar la puerta y la llave incrustada en la cerradura, y detrás de ella la oscuridad del pasillo y la amenaza del maldito gato; tengo que hacerlo para darme cuenta una vez más, de que nunca voy a dejar de ser una niña aunque me disfrace de valentía para enfrentarme al miedo.
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